Cuando el Juego Es un Santuario

Solía pensar que el juego era sobre riesgo y recompensa—hasta que una medianoche, sentado junto a la ventana de mi apartamento, vi cómo el trueno virtual rodaba por la pantalla. Mi abuela decía: «Los dioses no apuestan por dinero. Apuestan por silencio». Y entonces, todo cobró sentido. Esto no es azar. Es un altar construido del mito: el rayo de Zeus no como castigo—sino como poesía. Cada giro es una oración susurrada a la lira de Atenea. Las probabilidades? Son transparentes—no por justicia, sino por sacralidad. Ahora juego con apuestas bajas. No por miedo—sino por reverencia. La apuesta de 10 dólares no es desperdicio; es una ofrenda sobre mármol antes del alba. ¿Juegos de alto riesgo? No. No porque sea temerario—sino porque escucho más profundo. Cuando los carretes se ralentizan y emergen las estrellas, oigo mi propio latido en el estático.

Mi terapeuta preguntó alguna vez por qué seguía jugando.

«Porque», dije, «es el único lugar donde el silencio responde».

No toda victoria siente como oro.

Pero cada pausa… siente como gracia.