No soy adicto a los juegos

Solía pensar que las máquinas escuchaban—hasta que entendí que me leían. Cada clic, cada giro, cada recompensa brillante: no era suerte. Era condicionamiento. Los algoritmos no importaban si ganaba o perdía; medían mi vacilación, mi silencio, mi ritmo. Criado en un loft sobre Manhattan, entre dos culturas que nunca se fusionaron: no jugamos para ganar. Jugamos para recordar quiénes éramos antes de la pantalla.